Cada vez que alguien esgrime el argumento de que el valor de la obra arte es directamente proporcional a la dificultad que entraña su creación, muere un gatito. “¿
Señora con sombrilla en la playa de Cadaqués? ¡Yo aquí solo veo dos manchas! ¡Esto lo puede hacer mi sobrinico de dos años! ¡El arte moderno es un timo!”. Hombre, pues a veces sí, pero no siempre. ¿Son las latas de Campbell’s de Warhol menos valiosas (al menos artísticamente hablando) que
La familia de Carlos IV? Para mí no; simplemente, no son comparables en absoluto.
Si hablamos de música, en estas discusiones yo siempre pienso en los
Ramones y sus benditos tres acordes (¿o eran cuatro?). En mi modesta opinión, lo interesante del arte son las sensaciones que te provoca, que te haga sentir cosas, que se te erice el vello de la nuca, más allá de que esté o no esté primorosamente realizado. Según quién las escuche, las
‘Variaciones Goldberg’ vía Glenn Gould serán un rollo macabeo o bien una auténtica maravilla. El virtuosismo de
Joe Satriani o de cualquier otro dios de la guitarra es capaz de alucinar o de aburrir hasta el infinito y más allá. Las canciones de los Ramones pueden parecerte una ful y todas iguales, o puedes empezar a pegar botes como loco y pasártelo canica con ellas. Adivinaréis que yo pertenezco al segundo grupo.
‘Sheena is a Punk Rocker’ me salvó, hace años, de morir de aburrimiento y mala leche en un bodorrio al que asistí muy a disgusto. El novio era amigo mío y una buena persona, pero se casaba con una pedazo arpía de las de libro (de hecho, y no me alegra decirlo, el tiempo nos dio la razón a todos los que opinábamos así, que éramos muchos). Afortunadamente, los amigos de ella eran majos y tenían una colección de discos bastante apañada, y en cuanto alguien pinchó esta canción la noche se empezó a poner tan divertida que al final me lo pasé hasta bien. (Sobre todo cuando los novios hicieron mutis por el foro...).