La echaban a diario en la sobremesa, y durante bastante tiempo fue la causa de que llegase más que apurada a clase (como si a mí me hicieran falta muchas excusas para llegar tarde). Yo era de las que volvía del cole para comer en casa y luego regresaba. En mi colegio casi todos lo éramos. Eran otros tiempos, las madres estaban en casa y hacían la comida. Mi padre, en cambio, tenía un bar. Un bar de barrio, castizo, de cañas bien tiradas y raciones generosas de excelente materia prima, un bar que suponía el lugar de encuentro de los habituales. Y donde la gente no solo conocía el nombre de mi padre, si no también el mío. La hija del del bar. Un bar como Cheers.
Me chiflaba Cheers: su estética trasnochada, sus personajes irreverentes y variopintos -mi favorita era Carla- el humor fino de diálogos sarcásticos y miradas vivaces. Y su canción. Creo que apresuré mi aprendizaje del inglés para poder cantar para mis adentros esta canción cada día cuando la escuchaba en la tele.