Me quedo loca cuando con la gente que baila bien, bien de verdad. Veo exhibiciones de rock and roll acrobático o de Northern soul y me pongo verde de envidia. Sin embargo, y aunque me gusta mucho bailar, no soy especialmente habilidosa y sí muy perezosa, así que nunca he intentado aprender en serio. (Bueno, exceptuando un breve periodo en que tomé clases de tango y resultó ser mucho más difícil de lo que esperaba).
Salvo en documentales o pelis, nunca había visto bailar ska en condiciones. Hasta una noche en que fui a un concierto con mi amiga Chisato, una japonesa skatalitika, en un garito del norte de Londres que dedicaba una sesión mensual a estos ritmos. Al terminar el bolo la gente se quedó allí bailando y me fijé en una pareja, una chico y una chica negros, quizá de la notable comunidad jamaicana de la ciudad. ¡Qué barbaridad, qué manera de moverse! ¡Eso era ska, y no los manotazos al aire que pegaba yo! Recuerdo perfectamente la canción que sonaba en ese momento: 'Pipeline'.